Estar en camino...

 

  La primera vez que vivía en Madrid, allá por los primeros años del sesenta. La experiencia me resultaba excitante, sobre todo porque en aquella época tenía menos de veinte años. La segunda mitad de los sesenta fue bulliciosa, sobre todo si comparamos esa época con la tristeza generalizada de las décadas anteriores. Se experimentaba cierta confianza económica y el liberalismo nocturno respondía al que las masas estudiantiles reivindicábamos para todos los estamentos.

  Dejé la carrera de medicina por el teatro y me enrolé en varias compañías, que tanto actuaban en provincias como en la misma capital del reino. Trabajé en cine con Pedro Lazaga y hasta ganamos un premio nacional de interpretación por Posición avanzada. Hice teatro con varias compañías, pero recuerdo especialmente a Manolo Codeso como uno de los actores cómicos más serios de la escena nacional. No sólo era divertido sobre el escenario, sino que conmigo se portó como un caballero. Mi amigo Cuco, el director Juan José Pérez Afonso, lo trajo al Guimerá hará seis años, algo antes de morir. Me gustó verlo aún sobre las tablas defendiendo el arte de ser actor a sus ochenta y tantos años, esgrimiendo como armas tanto su pequeña planta estirada junto a su hablar gangoso y, sobre todo, el mirar directo a los ojos, al estilo de un don Quijote revivido.

  Trabajé algo más de una temporada en su compañía, que había formado con su compañera sentimental y actriz, Milagros Ponty, y tuve la oportunidad de baquetearme a gusto interpretando por nuestra piel de toro malherido al menos unos quince personajes distintos: guardas de trenes, galanes jóvenes, espadachines, gárrulos de pueblo... Una de las obras con la que más éxito obtuvo fue Yo quiero de Carlos Arniches, bajo la dirección de Salvador Soler Marí y el Don Juan Tenorio de Zorrila dirigida y protagonizada por Carlos Ballesteros. En el largo reparto compuesto por verdaderos cómicos de la legua, auténticos malabaristas de la improvisación y del bien estar, intervenía un magnífico actor de carácter, Manuel Navarro, quien nos imprimía una contundente seguridad dentro y fuera de la escena.

  Era este hombre por demás bondadoso, alegre y compasivo con el mundo que, por otro lado, no lo había tratado muy bien, pues siendo aún de mediana edad aparentaba estar muy envejecido. Suponíamos que una rara enfermedad le atrofiaba los huesos de la columna, encorvándolo por meses como si su árbol de vida hubiese olvidado la elasticidad obligada en todo actor cómico.

  Ejercía una profesión paralela a la de actor, pues supongo que había aceptado quizá que en poco tiempo tendría que abandonar los escenarios y porque, dada la época que está grabada en mi memoria [1964] los actores de carácter o segundos actores no cobraban demasiado que digamos. Aún se daba en muchos aspectos la consideración profesional de aquellos cómicos que el gran actor, autor y director, Fernando Fernán Gómez, plasmó en algunos de sus trabajos. Eran unos grandes actores y actrices, se trabajaba mucho, demasiado, a base de dos funciones diarias, y se pagaba poco, muy poco. Pero a mí, el productor Luis Salas, me registró en la seguridad social desde el primer día, asunto muy de agradecer…

  Una tarde me sorprendió oírle decir a Navarro que, cuando no actuaba, representaba y vendía paraguas. Lo comprobé pronto en cuanto entré en su amplio camerino y observé regados por el suelo, abiertos como cometas varadas en el vuelo, más de cincuenta ejemplares de paraguas de todos los colores y tamaños. Los vendía entre los compañeros o a quien mediara en alguna de las plazas que visitáramos. Era la totalidad de su extraño muestrario. Comprendí entonces que se pusiera tan contento de que durante la turné fuéramos a actuar en el gran Teatro Arriaga de Bilbao, a pesar de que la humedad del invierno lo obligaba a arrastrarse y su curvatura lo situara en postura de permanente reverencia.

  Me inspiraba mucha confianza, no sólo porque fuera un magnífico y seguro actor, muy convincente, sino porque sus palabras, aunque vinieran de un hombre que me doblaba la edad, me parecían la de un auténtico amigo que, precisamente en aquel ambiente y época, no tenía. Una tarde le comenté que estaba confuso con el destino de mi vocación artística, también porque me había acarreado mucha soledad y por la falta de apoyo afectivo. Que las dudas me acosaban y me arrepentía de haber seguido la llamada de la vocación para ir a parar a un medio en el que no se apreciaban mucho los valores que yo buscaba, y quería encontrar, en el arte.

  Con la cabeza baja, abriendo y cerrando paraguas para hallar los posibles fallos, encorvada la columna, volviendo luego la cabeza hacia arriba para dar de fijo en mi mirada turbada y dolorida, me soltó Navarro sin dudar una frase que me ha acompañado desde entonces:

 

-Alberto, no tienes que saber hacia dónde vas, lo importante es estar en camino...

 

 

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