El viejo temor al qué dirán

                © Alberto Omar Walls

 

      ¿Qué es eso de temer la opinión del prójimo? ¡Pero qué dirán los otros…? Las gentes de mi generación fueron castigadas con muchos látigos, físicos y mentales, y uno de ellos era aquel que se resume aún en palabras y lindezas como estas: cuidado con lo que haces, ¿qué dirá la gente?; las paredes oyen; mira lo que haces, pues por todos lados están observándote. Ay, el famoso qué dirán

 

        Así las cosas, muchos de nosotros se quedaron inmersos en la potencialidad de querer expresarse, pero sin atreverse a cruzar la difícil raya que separa la voluntad propia y su posible acción, teniendo siempre enfrente la opinión del prójimo como si se tratara de un muro infranqueable. Era una amenaza que nos limitaba la expresión de la libido, la creatividad. No cabe duda que tener un don que se expresaba desde la más tierna edad te ayudaba para reafirmar tu vocación en una dirección u otra. Pero cuando las vocaciones o potencialidades no estaban (están) demasiado claras, ¿cómo superar los miedos al qué dirán, al ridículo producido ante los otros? Al fin y al cabo, todo se reduce al viejo e infantil temor a ser rechazado. ¡Parece mentira que aún se dejen pasar los goces de múltiples experiencias simplemente por el qué dirán! Hoy les traigo un ejemplo admirable, aunque no se trata de una heroína triunfadora al estilo de la Edita Gruberova [¡perdona la cita en este lugar, JuanCa!]. Por el contrario, es un auténtico desastre musical y, sin embargo, continúa siendo un ejemplo hondamente humano de haber antepuesto la voluntad de expresarse por encima del miedo al ridículo.

 

        Otra cosa es el miedo escénico, que les asaltan a tantos y tantos músicos, profesores, conferenciantes, escritores o políticos. Un miedo aparentemente lógico, aunque la verdad es que también tiene que ver mucho con el primitivo temor infantil al qué dirán, al fin y al cabo el eterno temor o miedo al rechazo que subyace en las entretelas del individuo. Lo he observado hasta en potenciales buenos escritores que no se han atrevido a publicar sus relatos, sin nunca darme una razón convincente de la negativa. Bueno, nunca será tarde para descodificarse, si se tiene la voluntad de hacerlo…

 

        Me refiero a la Foster Jenkins. Yo la escucho a veces, aún ahora asombrado hasta mantenerme unos minutos con la boca abierta, pero cuajado de admiración y respeto por esa mujer que aún hoy a sus ciento y tantos años, gracias a las grabaciones, nos sigue demostrando que le importaba un pimiento lo que la gente opinara de ella. ¡Chapeau, mis felicitaciones señora, no por su arte, para qué vamos a mentirle, aunque de lo peor quizá fuera la mejor, sino, sobre todo, por su magnífica actitud de ser quien quería ser por encima de la opinión de los otros!

  

     Florence Foster Jenkins [19 de julio 1868-26 de noviembre de 1944] fue una multimillonaria y excéntrica amante de la ópera hasta la médula. Su obsesión por la música compuesta por los grandes, como Mozart, la llevó a hacer conciertos y a grabar su voz como soprano, gastos que ella misma costeaba. No podemos pensar en una mujer dotada de un oído perfecto, siquiera mediano, pero sí llegó a hacerse famosa por su completa falta de habilidad musical. Hasta el punto ha sido así, que aún siguen realizándose recitales al piano en los que las cantantes que la homenajean reproducen muchas de sus arias con una calidad y tesitura, como la suya, inigualables. Nunca sabremos si solo la imitan, con mejor o peor fortuna, o son exactamente iguales que la Foster, pero el público, al parecer se lo pasa a las mil maravillas.

 

        Para oírla, aquí les dejo el enlace de you tube

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