El valor de la palabra

    © Alberto Omar Walls

 

 

    El delta del Okavango se extiende hasta donde la vista ya no divisa sino la bruma flotando sobre el agua y los árboles. Cuando el sol aprieta en verano, y el viento inmisericorde proveniente del desierto del Kalahari, les trae la gran sed, ni siquiera el gran oasis es suficiente para calmar a las miles de especies vivas. Y los animales se defienden aguzando el instinto de supervivencia. Una jirafa joven le dijo a un joven elefante de menos de diez años, que no dejaba de seguirla a todas partes, que le prestara su trompa y orejas. En el caso de la trompa, porque si la juntaba a su cuello ya de por sí largo llegaría a los baobabs más altos de la sabana, porque tenían unos frutos refrescantes que no había probado nunca y que le aliviarían del calor; por supuesto que sus orejas enormes le serían también de gran ayuda en el mismo sentido. Como estaba a punto de hacerse adulto, el elefante no se percataba de que estaba prendado de los movimientos y la destreza tan elegantes de la jirafa. La matriarca de la manada que los había escuchado, le advirtió que había componendas y cambios que la naturaleza de la sabana no permitiría, porque él necesitaría precisamente para refrescarse tanto sus orejas como la trompa. Mas la jirafa insistía con que los frutos amarillos del bouy centenario estaban tan altos que solo un águila marcial podría atraparlos, y un animal con esa proporción no existía a ras de la tierra. Y llegó a comprometerse con un trueque incomprensible: cuando él los necesitara, le pasaría, si así lo quisiese, el don de la agilidad de sus patas, su largo cuello o los colores hermosos de sus manchas en la piel y, por supuesto, la fuerza de su lengua. La hembra más vieja de la manada sabía que él elefante, a punto de cumplir los once años y obligado a salir del grupo, estaba equivocadamente enamorado de la esbeltez de la jirafa y acabó por mirar para otro lado. Por su parte el joven elefante acabó por aceptar el trato de los préstamos, eso sí, le advirtió, poniendo su trompa bien inhiesta, ¡siempre y cuando se la devolviera cuando él se fuera a bañar en el barro del delta!; y de las orejas, ya hablarían más adelante. Por supuesto que apuntó en su inmensa memoria todas las cualidades que su jirafa preferida le había prometido cederle. La primera semana, aparentemente todo fue bien; a la segunda, al recibir devuelta su trompa le pidió prestado el cuello a la jirafa, pensando en dejar para más adelante el uso de la piel o la fuerza de su lengua. La jirafa dijo que tenía mucha prisa y que ya hablarían. Pasaron tres días sin verse y al cuarto día la jirafa volvió a por el nuevo préstamo de su trompa. Te la dejo sí me prestas a cambio la fortaleza de tu lengua, le dijo el elefante frunciendo el ceño. Y si te la dejara ahora, ¿cómo crees que voy a poder comer de aquellos frutos amarillos tan ácidos y refrescantes?, le espetó la jirafa. El elefante comprendió que algo de razón tenía, por lo que volvió a prestarle su trompa. Pero al segundo atardecer, cuando quiso bañarse con el barro de la orilla oeste, se encontró sin trompa, pues la jirafa seguía aún comiendo de los frutos de aquellos árboles tan altos. Y eso lo entristeció. El elefante ni siquiera se atrevió a reclamarle el uso de su hermosa piel o el de su esbeltez y comprendió por fin que no había hecho un buen acuerdo con su caprichosa amiga jirafa. Y, cuando el sol empezaba a ocultarse tras las airosas copas de los árboles, primero naranja, luego rojo, para terminar en púrpura, se dejó morir por no poder beber ni refrescarse, aunque en sus ojos estaba prendido el ópalo de la pena. Fue la misma tarde en la que jirafa volvía quizá a ponerlo nuevamente a prueba en su paciencia o constancia, pero lo encontró como dormido a la orilla del lago. Se encogió de hombros, y se dijo para sus adentros que si el elefante no había esperado, era porque no necesitaría de su trompa. Y se la quedó.

 

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