La vieja impresora

 

     © Alberto Omar Walls

 

     En el pasado, de siempre, había oído decir que los objetos no tienen ideas u opinión y que no reaccionan con deseos, voluntad y sentimientos. Que no son como el humano, por ejemplo. Sin embargo he llegado a creer que los objetos, dotados de moléculas, átomos, electrones, protones y neutrones, a los que permanentemente están atravesando los rayos cósmicos con sus velocísimos neutrinos, como al humanos por ejemplo, tienen sus manifestaciones de odio, amor y comprensión y que pueden compartir con los demás seres, sean las plantas, animales y los humanos, algún tipo de comunicación. ¿Cuál?, ¡al parecer todo es cuestión de practicar!

 

    Tuve mi oportunidad anoche, ya tarde, cuando estaba empeñado en imprimir un texto algo extenso para empezar a corregir una novela y, cada dos por tres, se me atascaba la impresora. Apagué varias veces con enfado creciente, tanto el ordenador como la impresora, pero seguía igual y a veces volvía a imprimir varias páginas del texto ya impreso. Así varias veces, apagaba, empezaba de nuevo y, ella, o imprimía lo que quería o se me atascaba... ¡Ay!, ¿por qué se me enfrentaban ahora los objetos electrónicos?

 

   Respiré muy hondo, largamente, y fui yo entonces quien me desconecté de la obligación o tozudez de imprimir en ese momento y, cuando lo iba a dejar todo para la mañana siguiente, una especie de iluminación atravesó con la velocidad del neutrino mi mente y me puse a observar la impresora, sin enfado ya, analizándola en aquellos componentes que se supone tienen todos los cuerpos de nuestro universo conocido. Y me puse a hablarle, intentando sentir empatía con aquellos seres microscópicos que nos eran comunes, a ella y a mí, en nuestra composición.

 

     ¡¿Imaginas la escena, a la una de la madrugada y hablándole a una impresora? ¡Alberto, me dije en alta voz, una cosa así, a estas horas, solo se te puede ocurrir a ti!, ¿adónde quieres llegar? Comprobé que el distanciarme del acto y darme cuenta de lo que pretendía experimentar, me hizo ser consciente de lo absurdo de la situación, pero no me asusté y seguí un buen rato hablándole... Le decía cosas tan evidentes como las que se les puede decir a una persona que está a tu lado: que este trabajo, que quería imprimir, era muy importante para mí, que seguro había algo en su programación técnica que le impedía imprimir como otras veces, que desde hacía ya diez años había cumplido a la perfección, por lo que le estaba gradecido, y que en esta noche adónde me iba yo a virar a pedir ayuda, y que le agradecía mucho su colaboración y que, por favor, me fuera útil en esta labor concreta y, sobre todo, con ochenta páginas que me faltaban…

 

    Sabía que debería llevar a revisar la impresora por un buen técnico o comprar otra, pero, sorprendido y agradecido, desde ese momento me empezó a ir todo como la seda. A la una y media terminé de imprimir el trabajo. En silencio absoluto, apagué el ordenador y la impresora y los miré con cariño y respeto. Y me fui a la cama a dormir, con una sonrisa en los labios...

 

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