SuperLuna llena de agosto

     © Alberto Omar Walls

 

   Quien a veces me lea sabrá ya a estas alturas que soy seguidor de las lunas llenas. Porque me llaman la atención los efectos de sus energías sobre la Tierra y quienes la habitan. La luna de este diez de agosto tiene todo el aspecto de ser muy especial, tanto por sus características como por el acompañamiento de la lluvia de meteoritos. Alcanzará su grado óptimo de luminosidad en Canarias a las siete de la tarde de hoy. Los astrónomos la llaman la superluna, porque será la Luna llena más grande del año. En su movimiento elíptico habrá recorrido más de cincuenta mil kilómetros para estar lo más pegadita posible a nosotros. Más sería imposible, por eso la veremos tan grande y luminosa hasta septiembre.

 

  Desde hace días empecé a observar algunas cosillas energéticas que me habían afectado y sorprendido hasta la misma tarde de ayer, y no sé cómo se desarrollarán en el futuro. No voy a contar mis extrañas situaciones porque supongo que a muchos algo les habrá ocurrido, que para gustos está la variedad, y tiempo también hay para que las sientan. Eso sí, deben estar atentos tanto a sus propios comportamientos como a los encuentros con los otros y, sobre todo, a cómo se resuelven esas situaciones. Sólo voy a dejar testimonio del pequeño relato que, nada más llegar a casa, y sentarme ante el ordenador, me vino a la imaginación. Lo escribí tal cual me surgía. En realidad rindo homenaje a quienes se puedan sentir víctimas del exceso de energía que, para bien o mal, no sabrán cómo canalizarlo. Este es el relato:

 

A un pez grande de río, parecido a un gato porque tenía sus bigotes y todo, le mordió en la cola un cocodrilo joven. Se sentía envalentonado por la borrachera de sus hormonas juveniles y lo hizo solo para experimentar, no porque tuviera hambre en esos momentos. Pero olió pronto tanto la sangre como el miedo del pez bobo y, al margen de que le satisfizo, aprendió una primera argucia de la Vida: que más que actuar debía hacerse un atento observador.

 

Estaba experimentando el instinto de la caza y la supervivencia sin saber bien qué cosas eran y cuándo lo hacía, mientras hincaba los dientes sobre todo lo que se moviera a su alrededor. Mas junto al acto de la caza también debería aprender a no armar ruido y callar mientras escuchara inmóvil el cadencioso aliento de las aguas.

 

El pez, como se había salvado de situaciones graves, supo escapar impulsándose con las pequeñas aletas laterales, pero pronto comprobó que aquel imberbe le había dejado la cola casi inservible, ya que el cuerpo no le obedecía como otras veces. Claro está que, en ese momento, el pez huyó como alma que llevara el diablo y se escondió como pudo entre juncos y malezas de la ribera de la laguna.

 

Se prometió no volver a salir hasta que la familia de los cocodrilos se saciara y, su cola, si era capaz de hacerlo, se le regenerara al final del cuerpo. Estuvo en silencio en la penumbra de un recodo de las aguas de la laguna, agazapado varias jornadas, atento en la noche a los ojos rojos de los cocodrilos, con la boca siempre abierta permitiendo que le entrara solo el mínimo alimento microscópico que por allí pululara.

 

Pero cuando hizo su entrada triunfal la Luna llena en aquel gran teatro pletórico de tantas vidas, resplandeciente y pegada a la Tierra, no pudo resistir más el aislamiento y salió de su escondrijo…

 

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