© Alberto Omar Walls
Fuera llueve a raudales y, aunque quiera salir, no me atrevo. Qué mal consejero es el miedo, aunque la prudencia sí es un don. En estos momentos solo siento el tremendo impulso de ver una buena película, con un vaso de vino tinto al lado, o ponerme a escribir. Aunque si escribes, ha de ser para comunicar. Dará igual que escribas en un periódico o en las páginas primorosas de un libro, bien diseñado, para que lo adquiera un público deseoso de devorar tu carne metafísica de escritor. En algún lugar anterior de una de estas hojas virtuales, dije que el vino tenía en su interior un conocimiento parecido al de la información cuántica. Olvidé en aquel entonces decir que igual parentesco genético le ocurría a los libros. El escribir es el mismo hecho, aunque las consecuencias sean diferentes. Un libro editado puede ser un milagro o una desgracia y hasta una perversión, pero siempre tendría que ser un producto industrial. Y preferiré un buen vino antes que un mal libro. Eso no lo cambia hoy ni todo el voluntarismo editorial canario, ni los escritores canarios que creemos estar dando algo grande a la posteridad. Para que se sepa que un vino es bueno, lo han de probar otros paladares. Como los libros… Ah, pero se bebe más y se lee menos…
Escribir y publicar en Canarias es continuar en la rada de la artesanía, orfando sin vientos, sin imaginar siquiera el artesano autor un viento alisio que lo impulse fil de cola más allá de su fragmentada geografía. La historia se repite: Alonso de Lugo y sus mercenarios propiciaron que los futuros descendientes de los guanches abandonaran a la deriva, y luego perdieran en olvido, sus hablas aborígenes, y hoy algo similar se deduce de la falta de decidido apoyo a los escritores canarios para que puedan ser leídos y conversados en este territorio y fuera de él.
Sus libros no pueden comprarse ni leerse fuera de aquí. Nadie en la Península sabrá nunca que en Canarias hay escritores malditos que diariamente pelean con la palabra heredada. Nada se conseguirá sin una planificación estratégica de ayuda a la escritura, publicación, difusión y, ¡por supuesto!, distribución fuera de nuestras islas. ¿Quién sabe fuera de este archipiélago, no solo en Madrid, del que fuera llamado Emeterio Gutiérrez Albelo, aquel señor tan impoluto y trajeado, el que escribiera sublimes poemas surrealistas tras sus quevedos?, ¿o quién don Pedro García Cabrera, el de la voz generosa y tonante?, ¿o quién del que escribiera su Crimen, jugando media hora a los dados, en casa del juicioso profesor Agustín Espinosa? ¿O de otros más, como Domingo Rivero, López Torres, Alonso Quesada, Saulo Torón, Pino Ojeda, Luis Feria…? Estos son algunos poetas, que siempre se ha pensado que nuestras islas son tierras poéticas, ¿y qué de nuestros narradores?
Todo fabricante sabe que para controlar una parcela del mercado, y para que su producto sea consumido por su público virtual, deberá asentarse sobre tres principios: calidad del producto, difusión comunicativa y distribución eficaz y eficiente. Cuando algunos de estos elementos fallan, no existe producto ni público que lo consuma. Eso le ocurre al sector artesanal de nuestros libros. Son productos fantasmas que escriben quienes viven de otras cosas. Esos libros son los testamentos de los empecinados utópicos. Merecería que esta frase anterior que he escrito fuera una cita literal de Gómez de la Serna, pero es una realidad simple. También es cierto que algunos lectores compran en las librerías páginas de ilusiones, pero es sabido que el lector medio, normalmente, no se entera de nada. Es más estólido que el editor y el librero juntos. Para encontrar un auténtico lector, ¡de los de verdad!, el que hubiera hallado su libro en el momento exacto que lo necesitaba para crecer y evolucionar, siendo un lector al estilo de los que dialogan con los personajes y se meten a bañarse en la urdimbre seca de la tinta impresa, y lloran con la protagonista y se encenegan en la maldad del amante que la abandona para seguir al marido de su mejor amiga… Para encontrar a ese lector, antes hay que fabricarse a diez escritores revolucionarios que sean capaces de hacer tambalear su colectivo conformista y pacato, o a diez editores solidarios, peleones y libres de nepotismos vacuos, o a diez libreros crípticos y masones, o a diez distribuidores de fe ciega, o a… ¡Ay, qué soledad y maldición tan grandes se generan en torno al escritor canario!
El escritor provinciano, que ha escogido ser provinciano y ha optado por vivir entre la reducida multitud más anónima, sabe que todo es ya polvo y que las ficciones que fabrica están hechas con la masa del barro de muchas vidas pasadas. Entramos en el futuro retrocediendo [recuerden al gran Machluham], y gracias a esa abstracción podemos ser capaces de fabricarnos un presente que, si fuéramos a apresar, ya se nos habría escapado [otro recuerdo, para el sublime Heráclito]. Lo que escribe el escritor lo hace como si todo hubiera pasado ya, por eso puede inventarlo, porque sabe o imagina que ya ocurrió.
Se dice que el Hombre, como linaje, es un creador, y que a pesar del mito de Sísifo ser trata de una casta iluminada por el conocimiento intelectual, situada por encima del resto de los seres. Pero esta afirmación es una aberración... por el contrario, ese Hombre ocupa uno de los escalafones más bajos de la Naturaleza y sólo ha podido aprender a expresarse a través del dolor y el sacrificio de generaciones enteras.
A lo que iba, el mundo editorial canario está aún por suceder, por eso ser escritor en nuestro territorio insular se asemeja tanto a un empeño maldito sin retorno…