32 trebejos mágicos


© Alberto Omar Walls

 

             Este relato mío de hoy conlleva una de las paradojas más cotidianas y simples de la vida. Me refiero a esas situaciones que se nos presentan como contradictorias y, sin embargo, creíamos tener previstas. Porque ¿cómo controlas tu relación con lo que te rodea? Quizá a base de pruebas, ensayos y errores, hemos ido casi todos nosotros conformando las propias estrategias heurísticas para relacionarnos tanto con los demás como con los elementos que consideramos inanimados. Sé de quién no sale a la calle sin persignarse, o lo hace de siempre con el pie derecho, o echa una última mirada al espejo de la salita y se retoca las cejas o el pelo, sin duda estética siquiera, solo es el rito diario de cientos de actos reflejos a los que nos aferramos para no caer en el vacío de lo azaroso. Sí que los hay que se relacionan, en estos juegos de prueba-error cotidianos, de manera supersticiosa, pero no he querido referirme en este relato a esos casos; sino a quienes han podido tener la comprobación práctica de que las respuestas obtenidas de lo que sucede no ha de ir por el camino de lo previsto sino por otro, quizá el de la sorpresa, el de lo imprevisto, puede que la magia...

 

 

 

            Se entenderá pronto en cuanto leas el relato, pero déjame decirte un par de detalles más: de la misma manera que nunca sabrás si Dios juega a los dados o no [polos opuestos en la concepción del cosmos, los de Stephen Hawking y Albert Einstein]; o, creas en lo que creas, tampoco podrás saber qué hará tu amante o esposo a diario cuando tú no estás delante, o tus hijos cuando no los controlas con la mirada, o tus seres queridos cuando hayan muerto; de igual manera tampoco podrás saber si las cosas que te rodean están dotadas de un alma independiente de la tuya y pueden interrelacionarse contigo de manera individual, bien a tu favor o en contra…

 

 

 

             No se es consciente de que cuando creamos algo lo estamos dotando de existencia y, por tanto, de contenido vital. Será así tanto para cuando creamos una amistad, como cuando nos creamos una enfermedad, o lo contrario, una pasión amorosa [que a veces son lo mismo]. El humano crea cotidianamente cientos de objetos, sean físicos, psicológicos, o virtuales. Crea todo aquello que está a su alrededor. Veamos unos simples ejemplos: junto a las exquisitas obras de arte de los museos conviven veinte guerras en el planeta, también con la riqueza anda la pobreza como paradigma de ejercer las diferencias sociales, o al lado de las enfermedades colectivas se desarrollan los fantásticos adelantos en ingeniería médica… ¡hay cientos de casos!

 

             Mi ajedrecista era muy meticuloso y creó su tablero y figuras perfectos. Ahí entregó, sin saberlo, parte de su alma, mágica y contradictoria al mismo tiempo. Siempre que trazamos con algo o alguien un hilo umbilical invisible, las relaciones subliminales y mágicas entran en acción. Y hay que estar preparado para recibir tanto lo inefable, en la cúspide de la sublime alegría, como lo destructivo más abyecto. Es muy simple, y está fabricado para mostrar uno de los múltiples ejemplos de lo paradojal. Se titula Tablero de ajedrez.

 

 

                Tablero de ajedrez

 

             ¡La gente hace las cosas a su manera, y el destino se las tuerce! Así acabó por rezar la frase proferida a voz en grito por un magnífico jugador de ajedrez que conocí en Valencia en el siglo XVII. Él mismo se había confeccionado su pequeño y manejable ajedrez de figuras talladas a mano. Poseía varios tableros con sus respectivas piezas, pero el preferido era el que se había fabricado hacía ya muchos años con una navaja, cuando entró en la ebanistería de su abuelo para aprender el oficio de carpintería. En aquel entonces no tardó mucho tiempo en descubrir el valor de tantos pedazos de maderas que en el taller se guardaban celosamente. Cuando lo tuvo decidido, le bastó seleccionar dos buenos tacos de unas maderas olorosas y dúctiles, el palisandro negro y el boj rojo. Como fuera que había guardado pacientemente, aunque sin saber para qué, el marfil de sus dientes de leche, los aprovechó para crear el rey, dama, torres, alfiles, caballos y peones de las blancas. A sus veinte dientes les fue aplicando los valores físicos de las figuras. Lógicamente, para los ocho peones utilizó los incisivos, con los cuatro caninos se empleó en tallar los dos caballos y las respectivas torres, los alfiles y la dama los hizo con los molares, el rey con un voluminoso deciduo que juntaba dos dientes en uno, ya que siendo el axis mundi de los trebejos merecía tal distinción y, con el resto sobrante, se fabricó un par de figuras mágicas. Esas eran sus piezas blancas, para las dieciséis negras del otro jugador, es decir para su propio tablero de ajedrez, utilizó palisandro negro.

 

             Pero era su ajedrez preferido solamente para cuando jugaban a solas, bien entrada la noche ya, cuando todo era olvido en la casa, cuando ni siquiera el perro se oía respirar y ni a la abuela aunque se levantara en busca de la leche para espantar los malos sueños. Jugaba contra su propio ajedrez. No sabía por qué, pero siempre perdía. Pero si a la mañana siguiente tenía que jugar un torneo, casi todos los movimientos habidos en la noche anterior surgían nuevamente frente a sus enemigos, y ganaba. Sus compañeros lo tenían por el mejor, pero no conocían esa relación.

 

             Un día tuvo fiebres y no jugó por la noche, mas al día siguiente le era obligado asistir a la final de un campeonato y… perdió. De noche, a solas, reestructuró la jugada perdedora en su propio tablero. Comprendió el fallo y, con una sonrisa displicente, olvidó el hecho. Otra vez, en otro día y lugar, por haber olvidado en la casa el tablero, no pudo cumplir su rito nocturno de practicar el ininterrumpido solitario de su exquisito juego. Nuevamente supo de lo que significaba perder, pero ahí ligó mentalmente el fallo en la jugada solo con el mero olvido del tablero.

 

             En una tercera ocasión tuvo que experimentar otra vez la contrariedad del olvido y la derrota. Por eso decidió, esa misma noche, enfrentarse con su viejo tablero. Una por una mantuvo las treinta y dos piezas entre las manos. Les dio mil vueltas. Las observó en sus huecos y perfiles, en los pulidos vivos, en sus formas de equilibrio perfecto. Nada halló que le pudiera llamar la atención, al menos nada especial. Aunque quizá, sí, sintió algo parecido a un pequeño palpitar que parecía nacer en la textura de cada pieza. En unas más acusado, en otras tan tenue y lejano que le obligaba a confundirlo con su propio latir de la piel provocado por la ansiedad y el nervio de la búsqueda. Comprobó que no era solo la duda lo se le había plantado delante.

 

             Aunque, claro está, sin saber bien qué cosa fuera, algo creía haber descubierto. Y jugó, aunque travieso, al acecho; quizá por eso le ganó. Por primera vez había ganado a su genial tablero. Siguieron otras noches, también otros juegos y él, el gran jugador, comenzó a ganar de noche y a perder de día todos los juegos. La guerra estaba declarada. Sentía que la vida se le iba en un sí o en un no, en perder ahora o ganar luego, buscar durante el día las trazas de la noche, romperse la cabeza, buscar nuevas combinaciones del juego para ganarle siempre a su hermoso, diabólico y astuto maestro.

 

             No solo molesto, sino bastante rabioso por no encontrarle una razón lógica a aquella extraña situación, quiso quemarlo, pero antes se chamuscó los dedos; decidió venderlo y, en el viaje a la tienda de segunda mano, perdió la cartera; regalarlo, y ese día le robaron el caballo; olvidarlo sobre una mesa cualquiera de taberna, y se le partían en la cabeza todos los recuerdos, por lo que siendo él de gran memoria se ahondaba en olvidos y no hallaba el camino de vuelta.

 

             Por eso tornó a poner las cosas como al principio, y si bien todo comenzó a ser como antes, no dejó de extrañarse con que quisiera hacer las cosas a su manera, mas algo oculto en la personalidad del tablero se las torciera. Y, aunque acabó por aceptar que nunca podría estar todo bajo su control, entendió que tanto el éxito como el fracaso podían ser igualmente dolorosos. Y, angustiado, acabó gritando en medio de la noche:

 

-          ¡La gente hace las cosas a su manera, y el destino se las tuerce…!

 

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