Pequeña historia de mi Don Quijote

   © Alberto Omar Walls

 

   Había vuelto a la isla en 1965, a digerir el primer fracaso de todo joven que no hubiese aprendido aún a afrontar su propio dharma. El curso siguiente fue un año sabático al completo. Deambulaba en todos los lugares artísticos porque buscaba encontrarme. ¡Qué hermosa y contradictoria paradoja: buscaba encontrarme! Y, claro, por eso era tan contradictorio y mis resultados personales tan paradójicos.

 

    Producto de esa búsqueda fue mi ilusión por la escultura, porque la escritura ya la venía haciendo pero como sin creérmelo, con cierta desgana. Me gustaba el pop art,  y  hasta el minimalismo ya iniciado. No tanto el detritus art, aunque me atraía experimentar el arte visual con lo que la sociedad consumista desechaba.


   Coincidió que mis padres compraron un apartamento en la urbanización Sea Side de Bajamar, al final de la Avenida Berneta, pero el bar estaba sin inaugurar y, ni corto ni perezoso, le propuse al presidente de los vecinos hacerles una escultura para colocar en la pared de aquel local aún vacío. Ya tenía la idea bulliéndome en la imaginación, ¡un don Quijote que, en parte, representaba mi actitud díscola, rebelde y trastornada de entonces! Me aceptó la propuesta, y le pedí cinco mil pesetas (unos veintitantos euros de ahora), para comprar los materiales y alquilar el camión de transportes, ¡porque yo no les cobraría nada! Ese sería mi trato, no cobrar a cambio de demostrar que era capaz de crear. Me fui a la chatarra, compré muchos objetos de desecho y cargué un camioncito de los de antes con destino al estudio del escultor José Abad, quien, muy amablemente, me había ofrecido su fundición y espacio en el patio del estudio para realizar mi proyecto del don Quijote que había dibujado previamente.


   Pepe me enseñó a cortar planchas y soldar piezas, por lo que en su estudio estuve como una semana, hasta que mi escultura quedó terminada. Alquilé un nuevo furgón y la llevé a Sea Side, temblando de emoción, transido de excitación metafísica, porque tal es el goce o padecer de un artista joven que aún no sabe quién es ni adónde va. ¡Los rostros de los vecinos eran, primero, de asombro y, luego, poco a poco, de auténtica satisfacción... pues allí tenían un símbolo!

 

    Una noche, mi padre Sulaimán se sentó a los pies de mi cama, a punto yo de comenzar a dormirme (siempre lo hacía cuando quería hablarme algo importante), y me dijo, en tono conciliador, así como quien no quiere la cosa: “Albertito, a ti te gusta la filosofía y la literatura, ¿por qué no te matriculas en la universidad de La Laguna?” Entendí que tenía razón y me subí a la universidad. Había venido de Sevilla y Madrid y la hallé diminuta y familiar, en la que apenas habría matriculados unos mil doscientos alumnos en total. Pero resultó ser un año donde el profesorado brillaba por su excelencia: por ejemplo, en filosofía y letras daban clases Emilio Lledó, Gregorio Salvador, Jesús Hernández Perera, Juan Álvarez Delgado, Elías Serra Rafols o Ramón Trujillo, entre otros. El resto de ese curso estuve asistiendo en calidad de libre, pero realmente entusiasmado. Recuerdo, por ejemplo, que en las multitudinarias clases de Lledó se terminaba la hora todos los días con aplausos de los alumnos al profesor como si fueran conferencias. Lógicamente para el curso 1967 me matriculé y ya cambió la dirección de mi vocación o dharma.

 

    Y, volviendo a mi don Quijote, solo puedo decir que pasó el tiempo y olvidé la experiencia. Allí colgada debió quedar la escultura, hasta que un arrendatario del bar le dio por tirarla a la basura. Una de las hijas de los antiguos dueños de uno de los apartamentos, Yolanda, que se había hecho mayor y se hallaba ya casada, descubrió aquel “crimen” artístico y rescató la escultura. Creo que también intervino otra amiga mía, la productora Sánchez Gijón, aunque no recuerdo bien si fueron varios los sube y baja de la escultura desde aquella pared al suelo. No sé ahora mismo que lo escribo qué será de ella, aunque diré que hace unos cinco años tuve la oportunidad de acercarme al bar, cerrado, y le saqué unas fotos tras los cristales. Vi, desde lejos, que le falta una pieza: una máquina de moler carne situada en el primer chakra, y creo que mi firma había desaparecido también. ¿Sentí magua por el pasado y de lo que pude haber sido y no fui?: ¿qué son los dilemas?, ¿las dudas?, ¿escultor?, ¿escritor?... ¡Qué más da!

 

    Ya sé ahora que da igual una cosa que otra (eso sí, siempre que forme parte del dharma o vocación), o muchas varias, porque la materia creativa es Una; lo importante es seguir el Camino interior ahondándose cada vez más en fabricar una Conciencia con la que jamás se renuncie a experimentar tu Yo mismo, el Yo Soy.

 

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