La canción del morrocoyo
de Alberto Omar Walls
Por Domingo Pérez Minik
[Publicado en El Día, “Diario de un lector”, el 22 de Octubre de 1972]
De la noche a la mañana. Alberto Omar, de tan contrapuestas actividades artísticas, todas muy suficientes, obstinadas y valiosas, se nos ha puesto a cantar la canción del morrocoyo, como si tal cosa, y ha escrito una novela. A primera vista, de cerca o de lejos, esta novela se nos aparece cargada con los más extraños contenidos, formas y actitudes, desde la incorporación de un morrocoyo a la narrativa, con su voz de tenor lírico y su fascinante aria melodramática. Este pequeño reptil, sabio, gracioso y encantador, cuyo nombre no encontramos en los diccionarios corrientes, americanos e insular, pero que todos los canarios conocen muy bien. El inicial gran trabajo de los lectores de esta obra insólita es saber adecuar su oído a esta música con sus palabras reunidas en una partitura que Alberto Omar nos ofrece con la mayor desfachatez, inocencia y elegíaco humor.
Es una novela de sorpresas, pero de sorpresa de verdad y no de mentiras. A pesar de todo lo dicho, su marcada originalidad, la gente en general ha recogido muy bien La canción del morrocoyo, se acostumbra pronto a su melodía y es fácil encontrar ya muchos aprovechados que la tararean con mucha soltura. Siendo una obra de carácter casi inclasificable, los críticos, con famosa unanimidad, han respondido con criterios muy semejantes, sin discusiones, sin conflictos domésticos. Lo que ha dicho Eduardo Westerdahl ha coincidido poco más o menos con lo afirmado por el autor de la introducción, Femando G. Delgado, y lo escrito por Jorge Rodríguez Padrón, Armas Marcelo, Marcos Ricardo Barnatán, desde Madrid, y Juan Cruz Ruiz, en estas páginas de El Día. Lo que quiero decir: resulta raro que un morrocoyo cante, pero una vez entonada la canción todo el mundo la ha comprendido como el fenómeno más natural de este mundo. Hecho inconcebible en un libro que al parecer no tiene ni pies ni cabeza, está siempre insertado en el cuerpo desmadrado del absurdo menos convencional y las incompatibilidades de su composición se perciben inmediatamente.
Estas incompatibilidades se manifiestan por esa mezcla osada, divertida o atrabiliario de la narración, con el guión cinematográfico y el diálogo teatral más sabido. Enfrentado con tantas antítesis, el lector sigue en sus trece y con la mayor cordura llega hasta el final que lo mismo puede reconocerse muy claro como muy oscuro. Pero en este estado paradójico de cosas hay algo que lo ata todo, se facilita, hasta fundirse como una muy acabada historia tradicional, con su discurso lógico y su trayectoria regular. Este morrocoyo con su caparacho convexo, también rugoso y sus cuadros amarillos es Ezrael Román, el héroe de nuestra novela, un parentesco que descubrió desde 1a primera hora Alberto Omar, con su descaro de tan buena educación. Este descaro está presente en 1a página número uno de la obra, en cada una de ellas, hasta el final esperado con su olor de queso metafísico. No creemos que nuestro autor se divierta cruelmente con todo lo que aquí pasa. Ignoramos si él mantiene alguna actitud moral. Es más, desconocemos si esta gran juerga llega a ser verdaderamente seria, si sólo se convirtió en una enmascarada más o si a partir de ese ahorcamiento del protagonista, Alberto Omar no hace sino llorar a lágrima viva, sin que nosotros nos enteremos, debido a su muy tierna introspección. Cada personaje de La canción del morrocoyo Merece un capítulo aparte. El espíritu de fabulación del narrador es ilimitado, lo mismo en lo que afecta a los relatos tipo «collage», que al orden de sus criaturas o a los ingredientes de la composición. Parece una novela de un escritor poseído de una larga experiencia y también la producción del inocente descubridor de una nueva escritura.
Ezrael Román está hecho con los detritus de los materiales de muy distintas procedencias, pero en la novela se verifica su ensamblaje personal al mismo tiempo que se desintegra para crear de forma ovípara muchos sucesores individuales, una herencia legítima, la familia mejor avenida, con sus cielos cumplidos y los «ricorsis» inexorables. Cada cuadro se puede leer con mucha independencia, se sube y se baja el telón, empieza la nueva escena. Hasta que llegamos a la última página, se está percibiendo siempre una ausencia de unidad constructiva, antiaristotélica, la seguridad de un indiscutible manierismo que en todo momento nos va intranquilizando. Pero mejor, vistos los hechos, todo este mundo difuso, confuso y profuso, cuando la única heredad dejada por Laura, Ezraelín, aparece sentado en el Parque de los Cien Olores, con su padre, Ezrael, cumplida ya su misión, nos damos cuenta cómo la metafísica de la historia de Juan Bautista Vico ha presidido la conjunción de esta novela, la idea del retomo cíclico, desde los tiempos primitivos, la época heroica y la república popular libre, para empezar de nuevo, con el inexcusable orden de la Providencia. Pero sí debemos afirmar que nuestro autor, en el momento que escribe la postrera palabra del libro, se siente muy contento, como en un estado de pureza, desprendido de toda dialéctica, pero satisfecho de que el “ricorsi” del filósofo italiano le servirá para conservar la conciencia tranquila. La conciencia tranquila de habernos inventado una escritura no corriente, una narración que se las sabe todas, el creador de un héroe significativo que enseguida cualquier lector puede señalar con el dedo sin ninguna vergüenza. Percibimos un indiscutible fatalismo, la desgarradura de la criatura humana, la importancia de ser para los demás, pero también se nos asegura que aunque perecemos sin realizarnos, mañana nos volveremos a recuperar para que la historia comience de nuevo.
Se ahorca con una corbata, la ata a la primera argolla de la lámpara y se deja caer. Todo muy tradicional. Mientras todo esto sucede piensa en alta voz, el viento entra por la ventana y sacude el cuerpo inerte de Ezrael Román. Por fin el cuerpo queda detenido totalmente desnudo con un calcetín verde en su pie izquierdo. Lo establecido por la literatura anterior queda roto. El color morado le sienta muy a nuestro suicida. Llega doña Lucía, la señora de la pensión, más tarde se nos presenta el sortilegio, la conversión mágica y la resurrección. Una escena amorosa con la anciana trasmutada. Una novela gótica inglesa, el cuadro del disparatado Lovecraft, el de los Cuentos de Cthulhu, o la última incorporación del absurdo de Samuel Beckett. Frente a todos estos nombres tan significativos, serios y macabros, Alberto Omar levanta su fábrica narrativa derrochando el mejor humor coloquial. Sin precedentes en los relatos españoles contemporáneos, sin influencias de los hispanoamericanos del “boom”, campando por su cuenta y riesgo como un buen europeo por los dominios de la imaginación, pero irreal, mágico, fantasmagórico. A pesar de todo, no pierde ni por un momento la inmediata presión de una realidad muy premiosa. Todos los personajes, desde Ezrael Román hasta Praxes Dato, Daniel Zujnglio, Renata, el Jefe, Doña Lucía, los niños, los soldados hasta llegar a Laura, la máxima revelación de una figura hermética, pero tan concreta, como inventada sobre los residuos criaturales de Ofelia, Margarita y Doña Inés del alma mía. Aquel humor fijado al comienzo del libro va abriendo sus arroyos, amplía su caudal de agua, humedeciéndolo todo, con sus hierbas, flores y frutos muy maduros. Un humor verde lechuga para componer la más sabrosa ensalada. Mientras escuchamos siempre detrás de las bambalinas la canción del morrocoyo, con su suspiro en lo profundo del mar y esa voz que nos dice, “con el tá, con el té, con el toma... “, paródica, absurda, totémica, inefable, al revés, para divertir, reprender y confundir a todos los lectores.
La verdad es que tiene mucho de ángel exterminador esta novela de Alberto Omar. Como si quisiera atemorizamos. Pero en el fondo el canto de los serafines termina por apoderarse de toda la partitura. Casi siempre lo autobiográfico no nos importa, la historia no nos importa, la moral no nos importa. Como si sólo nos preocupase la manera de hacer, de escribir, de componer tan incompatibles elementos bases. Un cubo que se ha llenado de los más extraños desperdicios. Al principio se ven desparramados en la calle sin orden ni concierto. La técnica de trabajo de Alberto Omar no es fácil de identificar. Nos tenemos que contentar con la realidad obtenida hecha de diapositivas, espectroscopias y radiografías. Allá quedan los maestros Beckett, Broch, Shehadé. El lector ha de manifestar en toda esta tarea un largo espíritu de compromiso, buena voluntad y gusto de la aventura, para lograr el mejor revelado de cuerpo entero. La canción del morrocoyo nos presenta tres figuras, Ezrael Román, Laura y Praxes Dato, que no se encuentran en nuestra narrativa así como así, por su incitante mezcla de ternura, crueldad, salvación y exterminio, parodia y tragedia bien ayuntadas, todo montado con sutiles experiencias sobre un escenario donde la realidad y el sueño se contradicen, se deshacen y reviven para cumplir su inexorable primer lunático viaje de ida y vuelta, con su puerta abierta para empezar de nuevo.